Al atleta y campeón Eric Liddle no le resultó difícil rehusarse
a correr un domingo en los Juegos Olímpicos de 1924 porque creía fervientemente
que el día del Señor era para adorar y descansar.
Un dilema más profundo se le había presentado un año antes cuando
le pidieron que le hablara de su fe en Cristo a un grupo de trabajadores de una
mina de carbón. Liddle declara en cuanto a su lucha: «Toda mi vida me había
mantenido alejado de las actividades en público, pero ahora el Señor parecía
estar guiándome en la dirección contraria, y me acobardaba pasar al frente para
hablar. En esta ocasión, decidí dejar todo en manos de Cristo. Después de todo,
Él me había llamado a hacerlo, así que, me proveería toda la fortaleza
necesaria. Cuando me dispuse a obedecer, se me concedió el poder para hacerlo».
El día después de aceptar hablar públicamente de su fe, Eric
recibió una carta de su hermana Jenny, que estaba en China. Ella la había
escrito unas semanas antes, y terminaba con el siguiente versículo de las
Escrituras: «No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu
Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra
de mi justicia» (Isaías 41:10).
Todo llamado de Dios es una oportunidad para que digamos que sí
y para que confiemos en su fuerza y no en la nuestra.
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